Después de visitar Lyon y encontrarme con Monsieur Guignol, era casi obligatorio acercarse a Turín, la capital del Piemonte, para saludar a otro personaje que, como el lionés, no lleva máscara y nació también en la época napoleónica: Gianduja. Sabido es que ambos han sufrido a lo largo de los años evoluciones muy distintas, pues mientras el primero ha llegado muy vivo y muy “expandido” a nuestros días, Gianduja ha quedado relegado en el imaginario piemontese como un referente folclórico de épocas pasadas, sin una presencia demasiado activa, aunque sí persistente, dado que algunos titiriteros siguen actuando con él.
Peculiaridades de la ciudad: luces, la Mole, el Museo Lombrosiano y el Museo Egipcio
Pero antes de entrar en materia y abordar al curioso personaje- que en el siglo XIX llegó a encarnar simbólicamente todo el Piemonte–, habría que hablar de esta ciudad del norte de Italia, singular como pocas. No sólo porque de ella partió el movimiento que acabaría unificando Italia en un solo país –conocido como il Risorgimento– siendo por ello mismo la primera capital de Italia, sino porque Turín ha sido una ciudad pionera en muchísimos asuntos de trascendental importancia para los italianos. Aquí fue dónde se desarrolló el primer cine, dónde nació la RAI (radio y televisión italianas) y la primera línea aerea del país (Trieste-Venecia-Pavía-Turín), aquí se instaló, creció y murió la FIAT. También vivió, ya loco, Friedrich Nietzche una temporada, y Umberto Eco estudió en ella. Cesare Pavese se suicidó en 1950 en una habitación de su hotel, y Antonio Gramsci fundó en 1919 la revista L’ordine nuovo, con nuevos planteamientos sobre la lucha de la clase obrera.
Last but not least, tiene el honor de guardar el Síndone, el sudario que se supone guarda la imagen de Cristo, esa reliquia tan venerada por los católicos y que es motivo de masivas peregrinaciones cuando se la expone en público. Ciudad pues de artistas, obreros, creadores, empresarios innovadores –y curas.
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La Mole |
Turín tiene además uno de los edificios más singulares por no decir únicos de Europa, la
Mole, encargo hecho por la comunidad hebrea al arquitecto Novara Alessandro Antonelli en 1860 para construir una sinagoga. Problemas financieros abortaron la operación pero el edificio acabó por construirse casi veinte años más tarde por encargo de la ciudad para ubicar en él al Museo del Risorgimento (hoy situado en Palazzo Carignano). Este increíble edificio, provisto de una cúpula de 167 metros de altura, se ha convertido en un conocidísimo símbolo de la ciudad para ubicar, desde el año 2000, el Museo Nacional del Cine. Un Museo único en su género, divertido y misterioso, que además de informar sobre la historia del cine, despierta la imaginación y provoca el asombro del público.
Como vemos, las dos ciudades (Lyon y Turín) tienen lazos curiosos con el cine, cada una a su manera y según estilos propios. Pero no sólo las imágenes animadas las unen, también la luz, al ser ambas miembros de la red
LUCI (Lighting Urban Community International). Eso significa que la iluminación recibe aquí un tratamiento estudiado, tal vez con resultados menos interesantes que en Lyon pero no por ello menos visibles. Pasear de noche por las calles de Turín es un placer, pues es como ver la ciudad en blanco y negro (que es cuando mejor brillan las ciudades italianas en las horas nocturnas, tal como el cine neorrrealista de los años 50 y 60 nos ha impuesto en la mirada). También Turín ha estrenado no hace mucho metro, y aquí se han quedado muy por detrás de Lyon. Nada qué decir sobre las estaciones, que son amplias y cómodas, y buenísimo el sistema automatizado de los vagones, que parece funcionar a la perfección. Pero la luz es fría, y cuando te sitúas en la cabeza del tren y ves como avanza raudo por las vías, uno esperaría encontrar en las estaciones un poco de luz humana, en vez de esa frialdad tecnológica de un blanco alumínico apenas roto por un plus de intensidad voltaica. Es como si los diseñadores e ingenieros hubieran decidido homenajearse a si mismos y a sus alardes tecnológicos (que son muchos, pues los trenes avanzan y se paran sin conductor alguno), en vez de pensar en las personas que utilizan a diario el metro y que respirarían mucha más calidez humana con un mínimo de generosidad colorista en el diseño.
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Instalación de Luigi Mainolfi (palabras de Guido Quarzo),1998.
en Via Garibaldi, Turin (Luci d’Artista). Photo: Bruna Biamino |
Tal vez la gran aportación luminotécnica de Turín sea su proyecto
Luci d’Artista que desde hace catorce años se celebra generalmente del 1 de noviembre hasta el 15 de enero, aunque a veces algunas de las obras lleguen a durar más. La ciudad invita a unos veinte artistas plásticos a diseñar instalaciones luminotécnicas en calles y plazas, lo que crea unas atmósferas originalísimas en esos meses del cambio del año, cuando las ciudades del mundo tienden por lo general a afearse penosamente con sus angustiantes luces navideñas.
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Mascarilla de "corruptor", del Museo
Lombrosio. Foto procedente de
The Nautilus |
Elogiables son todos los palacios, museos e iglesias de la ciudad. Pero puestos a recomendar un museo en especial –aparte del Egipcio, que ocupa el número uno del conjunto–, yo escogería
il Museo di Antropologia Criminale “Cesare Lombrosio”, que hoy he visitado con mi amigo Luca Valentino. Una verdadera maravilla, reliquia de otras épocas –no tan lejanas cono pudiéramos pensar–, dedicado a este médico e investigador que quería decubrir las causas de los comportamientos delictivos en los rasgos anatómicos y morfológicos de los caídos en desgracia. Sus múltiples y milimétricas mediciones y su compulsión colecionista están bien reflejadas en el museo con profusión de cráneos partidos y clasificados según sus rasgos y peculiaridades.
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"Modus operandi", Museo Lombrosio.
Foto sacada de The Nautilus. |
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Tal vez lo más singular sea el sinfín de mascarillas mortuorias de difuntos fenecidos en cárceles y manicomios: puestas una junto a la otra, muestran un increíble catálogo de expresiones que impactan por sus rasgos congelados, expresión de su maldad congénita según Lombrosio. La verdad es que poco se diferencian de los rostros de otras colecciones de verdaderos difuntos expuestos al público, como los del famoso
Museo de Guanajato (México) o los de las mismísimas
Catacumbas de los Capuchinos, en Palermo. También se exhiben en el Museo Lombrosio los instrumentos usados en el siglo XIX para delinqüir (navajas, cuchillos, pequeñas linternas, llaves, cordeles, antifaces…) y una colección extraordinaria de objetos de arte, algunos de ellos verdaderas joyas, realizados por presos y locos. Pero lo más interesante del museo es que nos induce a pensar que nosostros, los titiriteros, constituímos en realidad uno de los gremios más
lombrosianos del mundo, pues cuando queremos representar a un criminal, a un santo, a un místico o a un loco de atar, lo hacemos recurriendo a los mismos estereotipos faciales a los que sin duda acabó recurriendo Cesare Lombrosio en sus estudios morfológicos. Pocas diferencias, pues, entre visitar las vitrinas de mascarillas mortuorias del museo y las de cualquier museo de marionetas del mundo, con sus repertorios de caras cada una de las cuales define las emociones dominantes del personaje encarnado: los titiriteros ya eran todos
lombriosanos muchos antes de que el señor Cesare naciera. Puede que el Museo Lombrosio nos haga sonreir, pero nuestra sonrisa se nos congela cuando percibimos cuán
lombrosianos somos todos, seamos o no titiriteros, al juzgar a las personas según sus simples rasgos externos.
He citado antes al
Museo Egipcio de Turín, el segundo más importante del mundo en esta especialidad (el primero es el de El Cairo) y uno de los más antiguos, al ser fundado en 1824 con las aportaciones del piamontés Bernardino Drovetti, acompañante de Napoleón en su expedición al país del Nilo y buen amigo del vicerey de Egipto, Mohamed Alí, quién le ayudó a transportar a Europa una importante colección de 5.268 objetos (100 estatuas, 170 papiros, y un sinfín de estelas, sarcófagos, momias, bronces, amuletos y objetos de la vida cotidiana), que consiguió vender al soberano Carlo Felice. En realidad, las piezas más antiguas proceden de 1760, cuando Vitalino Donati viajó por el Nilo hasta Asuán por orden de Carlos Manuel III (rey de Cerdeña) y regresó con tres importantes estatuas y unos 300 objetos que serían las primeras piezas del inicial Museo d’Antichitá.
He visitado el Museo Egipcio cantidad de veces y uno nunca se cansa de ver las extraordinarias piezas que se exponen en él, con el atractivo de conservar parte del viejo espíritu museístico ochocentista, que gustaba del claroscuro y de una ambientación misteriosa y sugestiva, dirigida a impresionar la imaginación del visitante y a mostrarle el espíritu de lo diferente. Eso no significa que el museo no cuente hoy con todos los requisitos de la historicidad moderna y que sea de obligada visita para los escolares de la ciudad. Pero el mismo edificio en el que se ubica, del siglo XVII y proyectado por el famoso arquitecto Guarino Guarini para ser la Escuela de los Jesuítas, ayuda a esta escenificación de tintes románticos.
Se preguntará el lector qué tiene que ver este museo con los títeres, y le responderé que mucho y poco. Poco porque, en efecto, en él no hay marioneta ni títere alguno expuesto (aunque sí creo recordar alguna muñeca articulada). Mucho, porque la civilización egipcia se encuentra en la base de nuestra civilización y yo diría que en la base de nuestro propio oficio, pues sabido es cómo gustaban los sacerdotes egipcios de impresionar a sus fieles con estudiadas puestas en escena de estatuas parlantes, algunas móviles, a través de ritos en los que las figuración humana y animalística de los dioses tenía una importancia de primer orden. Otro gran motivo de interés de esta vieja cultura es el desarrollo que hizo de la figura del Doble –esencial en nuestro arte– al creer los antiguos egipcios que todos tenemos un doble –el Ka–, además del Ba, que viene a ser algo así como el alma de cada uno. De ahí que ya desde un principio, la civilización egipcia buscara desarrollar una estatuaria capaz de aunar el realismo de la vida con el hieratismo de lo eterno. La vitalidad más el aliento perenne de la inmortalidad: he aquí las dos facetas que las formas más logradas del arte egipcio –muy en especial, las figuras conservadas del llamado Reino Aniguo– expresan de un modo admirable. Para los titiriteros, una fuente constante de inspiración y una verdadera escuela, pues ¿no buscamos acaso lo mismo en un títere: el movimiento de la vida que da la manipulación de una marioneta más el temblor hierático de lo inmortal que se halla implícito en su objetualidad carente de vida? He aquí los secretos arcanos de nuestra profesión –"una de las más viejas del mundo", como suele decirse– que una visita al Museo Egipcio de Turín nos permite intuir.
Me detengo prudentemente en este punto, para proseguir en la próxima entrada con Gianduja y sus curiosas peculiaridades piamontesas.
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