jueves, 7 de agosto de 2014

La Feria de Ladra, el Museo Militar, los tranvías y una noche de fados en Lisboa

Títeres y ciudades son el objeto declarado de estas Rutas. Unas veces, se imponen los títeres, y en otras, las ciudades. Habiendo sido Lisboa escenario de mis andanzas titiriteras durante todo el mes de julio, es lógico que exija una atención, que gustoso le otorgo. No es la primera vez que ello ocurre y tampoco será la última.


Nos detendremos en este artículo en algunos detalles. Objetos, imágenes y momentos, que distribuimos en unos cuantos escenarios. Cualquier ciudad los tiene a montones. Pero si importa detenernos en ellos, es para interrogarlos.  En ocasiones la ciudad habla claro. En este sentido, Lisboa es una ciudad parlanchina que habla a través de sus poros y de sus muchas superposiciones, lógicas al existir tantos desniveles.

Feria de Ladra.

Su significado tiene gancho: la Feria de la Ladrona. Nos lanza a bocajarro el lado oscuro que cualquier mercado de viejo esconde en sus entrañas. Antiguamente era así: un lugar donde ventilar lo que se adquiría de modo turbio. Pero la actualidad es fiel a sus raíces: ¿acaso lo que se compra y se vende tras desahucios, ruinas o defunciones, no transcurre en los márgenes sociales de lo legal y lo cotidiano? En una época económicamente dura como la de hoy en el sur de Europa, la Feria de Ladra muestra, con descarnada objetividad, las entrañas abiertas en canal de la sociedad lisboeta. 


Los objetos aquí nos hablan de historias íntimas, sentimentales unas veces, dramáticas otras. Carencias, ruinas, mensajes crípticos, secretos fosilizados, embrujos, viejos esplendores, amores, grandes lecciones de Historia y Geografía, y perfiles humanos apenas esbozados. La canción por excelencia de la ciudad casa perfectamente con la música de estos objetos: el fado. 

A veces las composiciones, a modo de collages realizados con los objetos, constituyen verdaderas obras de arte de autoría anónima, que el observador debe encuadrar con la mirada –o con la cámara fotográfica– para poder apreciar su belleza. Son relatos fragmentados de narraciones de tiempos largos –los tiempos distintos que cada objeto encarna– que exigen asimismo observaciones sin prisa, para dejar que se desgajen sus múltuiples significados.

Pero los tapices que los vendedores despliegan y llenan de todo tipo de objetos, enseres y cachivaches, son también verdaderas radiografías del país y de sus sociedades. Como en toda la Europa del Sur, también aquí las clases medias, cada día más desclasadas, se desprenden con melancolía de propiedades y pertenencias. 

Quería mencionar en este punto la fiesta alegre y melancólica de cierre de la casa de los abuelos de mi amiga Ana Lisboa, en la Avenida da Libertade, junto a los Restauradores, que me pareció un homenaje y una despedida a una época que se acaba. Un magnífico piso ya vacío en un edificio cerrado y a punto de ser demolido, para construir en su lugar algún hotel o algún complejo de marcas multinacionales. Las habitaciones, todas vacías, contuvieron en su día muebles valiosos y vidas intensas de las de antes: sus abuelos fueron músicos, y sus padres cantantes de ópera. Hoy, ya sólo queda el viejo piano de cola, a modo de testimonio de otras épocas. ¿A dónde fueron los objetos que llenaban la casa? Quizás algunos de ellos se exhiben mezclados entre los enseres que llenan los tapices en el suelo de la Feria de Ladra…


Imágenes de la casa de los abuelos de Ana Lisboa.
Pero en el ecosistema planetario, todo se retroalimenta. Lo que pierden las familias en una ciudad, se recicla y se exhibe en hogares de otras clases medias, locales o foráneas, las pudientes o en estado de emergencia del planeta. Como ocurre con la energía, lo que muere y se destruye sobrevive bajo otras formas y significados en el equilibrio mercantil del mundo. Y así, lo que para unos es viejo recuerdo de los abuelos, entrañable posesión de un relato familiar, para otros es excentricidad singular de bajo coste pescada al vuelo. Los caídos residuos se convierten entonces en nuevos tesoros, expuestos con orgullo en casas y vitrinas por quienes los han encontrado y comprado. 



Los tiempos así se suceden y se superponen, lo nuevo substituye a lo viejo, y en lo esencial pocas cosas cambian. Interesante que los relatos de las jóvenes generaciones se escriban con elementos reciclados de las viejas. O quizás lo nuevo no sea más que un poco de lo viejo algo más gastado, condenados todos a esa espiral de banalización a la que la época actual nos tiene condenados…


El Museo Militar.

No es poca broma. Se trata del museo más antiguo de Lisboa, iniciado en 1842 en el Arsenal Real del Ejército, con el objetivo de guardar los “modelos de máquinas, aparejos y objetos raros y curiosos”.  Se llamó al principio Museo de Artillería, hasta que en 1926 cambió por su actual nombre. 

 
Pequeño cañón "obús" con adorno chino del s.XVIII. Museo Militar de Lisboa.
Vale la pena visitarlo. ¿Cómo entender, sino, a este país pequeño y longevo que supo construir un imperio cuyos territorios más se asemejaban a una estiradísima tela de araña que a cualquier otra cosa?

Bombarda grossa "Peça de Malaca", India, s.XVI. Museo Militar.
Centenares de puertos de amarre a lo largo de miles de kilómetros de costa a través de todos los mares: el Atlántico, el Índico, el Pacífico… ¿Adónde no llegaron los navegantes portugueses? Descubridores de rutas y tierras, suyas son las épicas de la primera globalización del planeta. Camoens, a través del poema épico Os Lusíades, cantó estas epopeyas con elevada inspiración. 

Cañón fundido en Goa, s.XVI. Museo Militar.
Por eso la visita al museo Militar debe ir acompañado de la del Museo de la Marina, situado al otro lado de la ciudad, también mirando al Tejo, que ocupa una de las alas –la occidental– del Monasterio de los Jerónimos. Y, si me apuran, con la del Museo de Oriente, ya comentado en este blog. Los dos primeros tienen una enorme ventaja frente a los demás museos de la ciudad: están prácticamente vacíos. Parece que a los turistas no les importan demasiado estos aspectos de la cultura portuguesa relacionados con los dioses Marte y Mercurio. ¿Y qué mayor lujo y placer podemos esperar de una ciudad que visitar sus museos sin que nadie nos importune, con todo el espacio –que es tiempo– por delante?

Caballero con lanza. Museo Militar.
Nos asombramos así al descubrir una presencia de la figuración humana mucho mayor de la esperada, como esos cañones hechos en la India con caras incrustadas, o esas estatuas que parecen salir de los libros de caballería o de alguna Máquina Real del siglo XVII y XVIII.

Patio del Museo Militar de Lisboa.
El mundo de las miniaturas también está representado en estos museos, a través de sus múltiples maquetas, verdaderas maravillas que representan los medios de transporte utilizados, carabelas, galeones, fragatas, o las sofisticadas armas de épocas anteriores. 

Nave 'tafoeira', utilizada para el transporte de caballos y también como navío de guerra. Siglos XV y XVI. Museu da Marinha de Lisboa.

Una larga historia de viajes que duraban años o incluso vidas enteras. En escenarios impensables y a distancias mayúsculas. El espíritu navegante y descubridor del portugués denota altas dosis de curiosidad además de los afanes clásicos de conquista y enriquecimiento. Pero mantener esta red de enclaves, puertos y ciudades requería una eficaz presencia militar capaz de actuar con suficiente celeridad. De ahí el interés en conocer algunos de los pormenores de estas necesidades perentorias. 

Esas viejas cafeteras.

Así los definió un amigo mío, impresionado por la mole metálica de estos ancianos del transporte moderno sobre vías. Me refiero a los tranvías. Todavía aguantan, sin que el paso de los años les prive de movimiento. Muy al contrario, se mueven como diablos juveniles por las calles de la ciudad. Uno de los iconos más logrados y redondos de Lisboa. 


Cuando se paran, son pesos muertos relajados en absoluto silencio. Luego, arrancan con un despliegue de sonoridad alegre y tronante, de hierros que chirrían y timbres que anuncian el paso de su imponente tonelaje. Su música me traslada a la Barcelona de mi infancia, cuando bajo el balcón de casa pasaban los tranvías a todas horas. 

Su exotismo se vende muy bien en el mercado turístico y, para martirio de los lugareños, son tomados al asalto por los turistas que los ocupan sin pudor alguno. Para ellos, son un precioso anacronismo, una diversión. Me cuentan que en algunas ocasiones, para satisfacer la demanda de los imponentes cruceros que atracan en los muelles del Tajo, prácticamente todas las unidades existentes son alquiladas para pasear a sus clientes. 


Viejas cafeteras, artefactos pasados de moda e inviables, para unos. No para mí. Pero además, emblema y negocio redondo, de los que cunden como lluvia fina para la ciudad.
Su rodar por las vías de las calles empinadas de Lisboa escribe un tiempo “al ralentí”, ese que todos buscamos, pero que las ciudades modernas se empeñan en negar. Que hayan pervivido aquí denota no pocas dosis de inteligencia estratégica –aunque hayan sido más la suerte y la desidia las verdaderas causas de este logro, supongo.

Sería bueno ampliar las rutas, aprovechando que todavía quedan muchas vías hoy en desuso, e importar los viejos cacharros que las avanzadas ciudades europeas se han desprendido mandándolos al cubo de basura de la historia. Un parque móvil dominado por los viejos tranvías aliviaría el tráfico y aumentaría aún más el interés de la ciudad. 

Objetos de un teatro locomotor, los tranvías son pequeños escenarios rodantes de algo que se escapa del tiempo. No es tiempo pasado, pero tampoco es el que huye sin dejarse aprehender. Tiempo de carromato mecánico, de caballos de potencia eléctrica que se dejan cabalgar por la ciudadanía. Son también uno de los actores de mayor éxito en esta ciudad teatro en la que Lisboa busca convertirse. 


Una maldición, dirán unos. El signo de los tiempos, dirán otros. Hoy, las ciudades del mundo compiten ferozmente para ofrecerse en el pujante negocio turístico. El verdadero éxito sería hacer compatible el teatro con una vida digna en la ciudad. Pues, ¿a quién puede interesar una ciudad que sólo sirve a los turistas? Las modas cambian, y la calidad de vida es lo que acaba por imponerse. No me cabe la menor duda de que conseguirlo será, en el futuro, el mayor y verdadero logro de las ciudades que quieran seguir importando en el mundo. 

El Clube do Fado.

Pasé mi última noche en Lisboa en una casa de fados. La razón es que me gustan, seguramente porque pertenezco a una generación sentimental y démodée en los gustos. Algunos ignoran cuando no detestan este género de la canción portuguesa que cualifican de rancia, impostada y “típico”. A mí me gusta exactamente por las mismas razones, interesado como estoy en descubrir diferencias y singularidades entre las distintas culturas y ciudades de la Península.

El Clube do Fado se distingue de los demás locales de Lisboa por la variedad de los cantantes –cuatro por regla general cada noche– que van cambiando semana tras semana. Y también por la calidad asegurada de los mismos. Hay matices, como es lógico y bueno, pero me sorprendió el nivel de las voces y de los instrumentistas, de un gran virtuosismo. Otra característica del Clube es que incorporan un contrabajo, cuando lo habitual es que sólo haya viola y guitarra portuguesa. Acentuar los bajos da mayor gravedad a las letras: ayuda a puntuar los dramas y lo jocoso.


Es fácil teorizar sobre el Fado y el recurso a la Saudade, un tema muy manido cuando se habla de lo portugués. Pero como ocurre con las artes vivas de la música y de la voz humana, lo viejo y lo tópico vibran con vida nueva, a modo de regreso a los orígenes, en la verdad catártica del presente de su ejecución.

Pocas veces he visto los conceptos sentimentales de la Saudade tan bien encarnados como los vi y sentí en la voz de la cantante Cristiana Águas o, en lo que fue una agradable sorpresa de la noche, al menos para mí, en la voz de Henrique Leitão, el músico encargado de tocar la guitarra portuguesa aquella noche en el Clube do Fado. Su dominio del instrumento y de la voz, acompañándose él mismo en comunión con Pedro Punhal en la viola y Paulo Paz en el contrabajo, fue deslumbrante.


Quizás lo que tanto me atrae del fado sea esta mezcla de voz popular e incluso a veces barriobajera de la gente humilde de los barrios de Lisboa, que sin embargo se viste de impostación elegante y de distancia. El resultado es un registro que no duda en dejarse llevar por los arrebatos de la sentimentalidad más exacerbada para, acto seguido, pasar a la ironía de quien sabe que está jugando a la impostación y al desclase de las formas y los contenidos. Música, pues, para la catarsis sentimental, la distancia elegante y la ironía inteligente.