domingo, 24 de julio de 2011

Okinawa, el tórrido sur del Japón

León de Okinawa
Recalamos por varios días en Okinawa, la mayor y más habitada de las islas del archipiélago que lleva el mismo nombre y que se encuentra bastante al sur de las tierras japonesas. De hecho, hay una distancia de unos 685 kilómetros entre Okinawa y Kagoshima, la ciudad costera de la sureña prefectura de Kyushu. La capital de la isla se llama Naha, y en ella actuamos dentro del llamado  “International Theater Festival OKINAWA for Young Audience 2011”. El programa es extensísimo y cuenta con numerosas compañías japonesas pero también extranjeras de todo el mundo, centradas básicamente en cometidos de entretenimiento para niños y jóvenes, tal com como reza su largo título. Por cierto, se trata de la primera vez que una compañía española actúa en el Festival.

Actuamos en una salita que parece haberse adecuada ex profeso para la ocasión, con una grada hecha de tablas de madera y un rectángulo para que los que quieren puedan sentarse en el suelo. Deben caber unas 120 personas, aunque en la función de hoy por la tarde se diría que había más, tan llena se veía la sala. El público es exquisitamente educado y muy participativo, cosa que me ha sorprendido, pues me habían hablado mucho de la contención exagerada del público japonés.

De momento, no he visto aún tradiciones titiriteras propias de esta región. Las había en activo antiguamente, hoy parece ser que han desaparecido. De todas formas, seguiré investigando.

Danza Bon frente a un hotel
El Festival llena de actividad toda la ciudad y es frecuente encontrarse con grupos folclóricos formados por bandas de tambores y bailarines de ambos sexos. En realidad, constituyen los llamados Bon Odori Danse, bailes rituales que se celebran en Año Nuevo y en verano, y que sirven para convocar a los ancestros. Dos veces al año acuden los muertos locales a la llamada de los tambores y de las danzas de los jóvenes. Por lo visto, las danzas Bon se celebran en todo el país, y cada región y localidad tiene sus propias coreografías, vestuarios y ritmos. Impresiona el ritmo intenso que va acompañado de una gestualidad enérgica y elegante, con pasos muy estudiados y casi marciales de los jóvenes que aporrean sus tambores con gran fuerza. Una danza ritualística y catártica que la población japonesa incorpora con suma facilidad a la exterioridad tecnológica y superorganizada de sus sociedades. Verlas ejecutadas de noche en medio de la calle o en centros comerciales, metidos los ejecutantes en una atmósfera tórrida, casi de sauna, nos ilustra sobre esta dicotomía tan propia de lo japonés, capaz de juntar el pasado con el presente más futurista, y de revivir año tras año ceremonias arcaicas que sirven para juntar el mundo visible con el invsible. Se entiende que las formas tradicionales del Teatro No o del mismo Bunraku sigan tan vivas o aún más que antes, valoradas como están ahora por los especialistas y por el proteccionismo cultural de los organismos internacionales. Algo que, sin embargo, y salvando todas las distancias, no está tan lejos de nuestras procesiones de Semana Santa…

Danza Bon en un centro comercial de Okinawa
Por la noche, la calle se llena de acento americano: los marines que pueblan las grandes bases que mantienen los EEUU en Okinawa, salen de permiso y se dirijen a sus pubs y bares nocturnos, dónde camareros de color y acento yanqui les sirven copas y música. Por lo visto, una tercera parte del archipiélago pertenece todavía a los americanos, los cuales no entregaron el territorio al estado japonés hasta 1972. Los taxis llevan indicaciones en inglés dirigidas sin duda a los miembros de las bases, aunque poca gente lo habla con fluidez. Okinawa es también un importante destino turístico para los japoneses, pues hay buenas playas y muchos corales por ver. Y los precios no parecen muy altos.

Por cierto que en esta isla se celebró la única y gran batalla terrestre entre americanos y japoneses, celebrada entre marzo y septiembre de 1945, y en la que más de un tercio de la población local perdió la vida. Considerada como el asalto anfibio más importante del Pacífico, murieron unos 140.000 civiles okinawense. Las bajas norteamericanas fueron de unos 50.000 muertos, mientras que las japonesas ascendieron a 107.000 muertos. Son famosos los suicidios colectivos de japoneses, tanto de Okinawa como del resto del país, para no ser hechos prisioneros por los “bárbaros americanos” (así eran llamados por la propaganda de guerra, que los describía como mismísimos diablos). Hay muchos monumentos en la isla conmemorando estos suicidios.

La otra peculiaridad de Okinawa es que dio origen al Karate: una disciplina marcial que surgió de combinar el Ti, un arte guerrero local que se hacía con las manos, con un arte marcial chino que se hacía con los puños (el “kenpo”). Y aunque literalmente karate significa “mano vacía”, su origen etimológico viene de Kara (nombre que se daba antiguamente a China) y Te, que proviene del Ti antes citado. Fue el maestro okinawense Gichin Funakoshi quién dio forma al actual Karate, allanando el camino para su proyección primero nacional y luego internacional.

Esta relación de Okinawa con China no se ciñe únicamente al Karate, sino que es una constante en su historia. De hecho, el archipiélago de Ryukyu estuvo siempre en estrecha relación con China a través de fructurosos intercambios comerciales, que convirtieron estas islas en un próspero lugar de encuentro entre culturas de la región. Uno de los mitos más recurrentes del lugar es la devoción que sienten hacia la figura de un león chino, que al parecer protege a la isla. Los ves en todas partes por partida doble, pues suelen presentarse en pareja: uno con la boca abierta (para repeler a los malos espíritus) y el otro con la boca cerrada (para retener a los buenos). El origen mítico del león de Okinawa debe remontarse a una leyenda que habla de un dragón que salía de vez en cuando del mar (¿Japón, tal vez?) y atormentaba a los isleños. Para protegerlos, el rey les regaló una estatuilla de un león. Cuando se acercó el día en que el dragón iba a cobrarse sus piezas, la estatuilla empezó a temblar y tras partirse en dos, surgió de su interior un terrible león que se lanzó contra la bestia y la venció en singular batalla. Al terminar ésta, los aldeanos encontraron en la playa la estatuilla intacta, que de inmediato se convirtió en el protector oficial de los okinawenses.

Actualmente, la isla parece dedicada por entero al turismo y a los servicios, teniendo en cuenta sobretodo la gran presencia militar norteamericana que todavía existe y que debe activar enormemente la economía local.

Las Rutas de Polichinela siguen así por estos confines del Extremo Oriente, tan  lejos de su punto de partida y, a la vez, tan cercano en tantos aspectos visibles e invisibles. En próximas entregas, volveremos a la temática titiritera, siempre subyacente en estas tierras en las que la tradición tanto gusta de convivir con el presente más rabiosamente contemporáneo.

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