domingo, 31 de julio de 2011

Kyoto y el Teatro La Clarté de Osaka

Jardín del templo Ryogen-in, complejo Daitoku-ji, Kioto
Foto de Rebecca Simpson.

Pasar tres días en Kioto ha sido uno de los mejores regalos de esta gira. No sólo por la ciudad, la antigua capital imperial de Japón, sino también porque estuvimos Rebecca Simpson y yo acomodados en un Riokan, nombre con el que se denomina a los hoteles de estilo tradicional japonés. Nada que ver con lo que se entiende normalmente por un hotel, aunque las prestaciones sean parecidas y la función la misma. Pero la diferencia es abismal en cuanto al trato, los espacios y los servicios de baño. No cuento los detalles para no provocar ataques de envidia y para dejar que los posibles usuarios descubran sus virtudes por cuenta propia.

Respecto a la ciudad, qué decir de esta increíble capital que ha conservado sus viejos aires imperiales, con una increíble profusión de templos zen, sintoístas o budistas, religiones que en Japón conviven entre si la mar de bien, con divinidades y cultos compartidos, a pesar de las múltiples sectas y variantes existentes. Lo importante aquí no es la religión como un credo al que someterse o al que ser fiel, sino que más bien parecen estar todas ellas al servicio de las necesidades espirituales de cada uno, según las fechas del año, las tradiciones compartidas, los orígenes regionales o familiares, los estados de ánimo… Una difusa espiritualidad que se encuentra tanto en las laicas ceremonias de la vida civil, en las celebraciones familiares, como en los encuentros personales, y que halla sus picos culminantes en los momentos más dramáticos de la existencia.

Kioto es una ciudad que requiere de muchos días para poder ser visitada con un mínimo de atención. Los tres días pasados en ella han sido una simple pero intensa toma de contacto. Visita corta pero que ha aclarado no pocas cuestiones de tan singular país, al concentrarnos en el complejo monástico de Daitoku-ji, dónde el Zen y el budismo conviven en diferentes espacios.

Como dato relevante de estos días, mi asistencia a una función de Bunraku en el Teatro Nacional de Osaka dedicado a esta tradición. Una experiencia inolvidable que dejo para un capítulo dedicado en exclusivo a este tema, que bien lo merece.

Dejemos pues Kioto y el Bunraku para otra ocasión, y regresemos al mundo de los títeres, concretamente al Teatro Klararute La Clarté, de Osaka, fundado en 1948, y que se encuentra en su actual ubicación desde hace ya más de treinta años. Datos que dan una idea de la persistencia de la que son capaces los titiriteros japoneses. Siempre bajo la guía de Tamiko Onagi, nuestra organizadora de la gira en conjunción con el Teatro Puk de Tokio, y en compañía de nuestro asistente técnico Takashi Nakaide, llegamos Rebecca Simpson y yo a este entrañable teatrillo situado en un barrio popular del centro de Osaka y que consiste en un edificio entero construído para ser lo que sigue siendo sesenta años más tarde: un teatro dedicado a los títeres. Formada por cincuenta titiriteros, la compañía de la Clarté está dirigida por la señora Kazuko Takahira y tiene unos dieciséis espectáculos en activo con varios equipos que actúan a la vez en distintos lugares, así como en su sede de Osaka. Teatro básicamente para niños, con obras dirigidas a distintas segmentos de edad.

Polichinela con sus amigos de La Clarté
Respecto al significado de La Clarté, nos enteramos que proviene de una afirmación europeísta y anti-imperial propia de la época en la que fue fundada la compañía, justo después de la Segunda Guerra Mundial. Curioso origen que indica el compromiso con la libertad y la democracia de los titiriteros modernos de Japón. Algo que ya descubrimos cuando visitamos el Teatro Puk de Tokio.

Nos acompaña también en Osaka el señor Nobuhiro Sugita, quién fue secretario general de Unima Japón y luego Presidente de la misma, titiritero con más de treinta años de trabajo en La Clarté, y buen especialista en el teatro del Bunraku. El señor Sugita es además un gran conocedor de las distintas tradiciones mundiales de títeres, pues desde que trabajó para Unima Japón, no ha cesado de viajar por el mundo entero, manteniendo intensos y numerosos contactos en todas partes. Tanto él como Tamiko Onagi son grandes apasionados de Polichinela, al que aman no sólo como personaje clave en la historia de los títeres, sino por su personalidad libre, autónoma y provocadora, características que la cultura japonesa tiene muy controladas o más bien dosificadas.

Al preguntar sobre la existencia de personajes polichinescos en el teatro japonés, mis amigos me hablan del Kyogen, estos intermezzos cómicos que suelen representarse entre las obra serias del Teatro Noh, aunque también existen tradiciones populares de títeres dónde se usa la cachiporra. Me han prometido hablar de ellas, de modo que pronto podré dar cuenta de las mismas.

Las funciones en La Clarté han sido dos: una dirigida a los mismos miembros de la compañía y allegados, pues muchos de ellos no podían asistir a la segunda función, abierta ésta al público y que se celebró al día siguiente. Un público de lujo, entregado y entusiasta, con el que he podido compartir momentos muy agradables, dentro y fuera del teatro, concretamente en un restaurante dónde comprobamos la merecida fama que tiene la cocina de Osaka. Los habitantes de esta ciudad son conocidos por ser buenos vividores, sobretodo en los temas del comer y del beber. Virtudes que quedaron demostradas con creces en compañía de los titiriteros de La Clarté. Antes de la cena, y para resacirme de las fatigas del día, con viaje, montaje y función incluída, el técnico ingeniero de sonido que nos acompaña, Tacashi Nakaide, me llevó a uno de los baños públicos al que los japoneses suelen acudir con mucha frecuencia para gozar de los placeres del agua, de la ducha y de las piscinas de agua fría y caliente. Un mundo que me recordaba el de los hamams turcos y árabes, pero dotado de una modernidad, de unos impecables servicios y de unos precios tan asequibles, que recabaron mi más profunda admiración.

Por cierto, un dato curioso que no ha dejado de admirarme desde mi llegada a Japón: la omnipresencia de las cigarras, cuyo canto agudo y persistente se siente en el mismo centro de las ciudades. Algo insólito en nuestras latitudes mediterráneas, dónde estos insectos tan maravillosos suelen actuar sólo en el campo y muy poco en las ciudades. Aquí se dedican a ensordecer a los habitantes urbanos mientras limpian el aire de mosquitos y embelesan a los japoneses que los consideran protectores y portadores de buenos augurios. En el mismo Teatro La Clarté, sus titiriteros me muestran muy orgullosos los tres árboles que tienen junto a la entrada: están repletos de cigarras chillonas a más no poder, lo que consideran el mejor de los augurios.

Al acabar al día siguiente la segunda función de Osaka, y tras desmontar el retablo, nos hemos dirigido a Nagoya con el tren super rápido que une estas dos ciudades en apenas cincuenta minutos. La carga, entretanto, se desplazaba en coche a su destino. Pero de la función en Nagoya y del curioso teatro en el que actuamos al día siguiente, hablaré más adelante.

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