viernes, 10 de octubre de 2014

Gioppino y Bérgamo. Luigi Cristini y Daniele Cortesi

Continúa el relato de mi visita a Bérgamo, una deriva de estas Rutas de Polichinela que Bruno Ghislandi me ha permitido realizar, al introducirme al mundo de Gioppino y al conectarme con varios titiriteros que lo practican o lo han practicado. 

Antonia Cristini, con un Drago.
En mi segundo día en Bérgamo, fui conducido a casa de Antonia Cristini, la hija del histórico titiritero Luigi Cristini, quien nos recibió junto a su esposo Angelo Mastinu. Fue una ocasión única e inolvidable de entrar en las entrañas de la sociedad bergamasca –viven en una mansión situada en el ala sur del Castello de San Vigilio, cuyos fundamentos son del siglo VI, y desde donde se contempla desde arriba una panorámica impresionante de la ciudad alta de Bérgamo– y conocer de primera mano una de las colecciones de títeres más valiosas de la tradición local.

Gioppino y Margí, de la colección Cristini.
Títeres en una caja, colección Cristini.
Uno de los objetivos de la vista era devolver los títeres prestados a Bruno Ghislandi para las exposiciones realizadas primero en Tolosa y luego en Lisboa de Rutas de Polichinela, títeres que acababan de llegar recientemente de la capital lusa. Y mientras íbamos desempaquetando uno tras otro los preciosos muñecos, el matrimonio Mastinu nos mostró otras cajas más pequeñas pero llenas también de tesoros: notas de prensa, libritos con los textos que usaba Cristini para sus espectáculos, cuadernos escritos a mano con los “copiones” de las obras representadas, permisos de actuación de los años treinta, carteles de publicidad de la época, y un sinfín de documentos que harían las delicias de cualquier historiador en la materia. Yo me los miré con la curiosidad del ojo profano y cercano que veía en aquellos papeles las huellas plegadas de una vida, comunes a los de cualquier titiritero de oficio. Huellas que esperaban la paciente labor del analista con ganas de rescatarlas del pasado y hacerlas revivir en el presente.

Una edición de la conocida obra Pací Paciana. Fondo de la familia Cristini.
Luego bajamos al piso inferior y fuimos conducidos a un salón donde estaban colgadas en las paredes las joyas titiriteras de la corona: más Gioppinos y otros personajes del repertorio. Para acabar, entramos en una despensa donde además de botellas de vino había un montón de cajas de cartón con el resto de la colección: títeres pero también piezas de atrezzo, tambores, herramientas de batalla cachiporrera y muchos rollos de decorados perfectamente clasificados. 


Panorámica Bérgamo Alta, desde la casa de los señores Mastinu.
Salimos de la casa de los señores Mastinu con la cabeza llena de imágenes, algunas de las cuales, por suerte, pudieron ser fijadas por mi cámara fotográfica. 

Daniele Cortesi

Tras la visita al legado de Cristini, nos dirigimos al comienzo del Valle Brembana (lugar donde la tradición sitúa el nacimiento de Arlequino). Allí, en la localidad de Sorisole, vive Daniele Cortesi y su mujer Teresa, titiriteros considerados hoy como de los más serios y reconocidos de la tradición bergamasca. 

Daniele Cortesi con un Gioppino histórico de su colección privada, obra del afamado escultor Enrico Manzoni, llamado el "Rissolì"
Nos recibieron con la habitual hospitalidad titiritera, a la que se sumaba su curiosidad por recibir a alguien que se interesaba por este arcaísmo tan lleno de vida y de actualidad –y de futuro, como no tardaría en constatar– que es Gioppino. 

Teresa y Daniele Cortesi, con una familia de Gioppinos.
En realidad, nos conocíamos de nombre desde la ‘noche de los tiempos’ –ambos somos viejos titiriteros, aunque yo le gano en años– pero era la primera vez que charlábamos, sobre un tema además que nos interesaba a ambos. 

Diablo de la colección Cortesi
Nada más llegar, fuimos conducidos al reducto más íntimo de la casa, la cocina, allí donde alrededor de una mesa y de unos cuantos cálices de vino, la comunicación encuentra sus mejores cauces.
Dos o tres horas fueron las que pasamos discutiendo y compartiendo opiniones y teorías, todas ellas ciertas y aventuradas, como es propio que ocurra en los que además de pensar, practicamos el arte de los títeres en el día a día de nuestras vidas. 

Daniele Cortesi con el autor de este blog.
Daniele Cortesi es alguien que se ha planteado los qués, porqués, cómos y cuántos de la tradición con apasionada profundidad. Es algo propio en realidad de nuestra época. Cuando hacia los años setenta y ochenta empezaron a aparecer titiriteros interesados en las prácticas tradicionales –Cortesi aprendió el Gioppino con el maestro Benedetto Ravasio–, se rompieron las inercias de antaño cuando el oficio se adquiría en familia o desde la humildad del aprendiz, y los nuevos titiriteros, poseídos por la modernidad y el enfoque cultural y antropológico, además de practicar, se dedicaron también a interrogarse sobre la tradición. 

Hay que decir aquí que Benedetto Ravasio se anticipó a todo ello –era un buen violinista y hombre de estudios–, motivo por el que se le considera como la figura puente entre la práctica tradicional y la posterior a la Segunda Guerra Mundial. 

Giuseppe Garibaldi, títere de la colección histórica de Daniele Cortesi.
Contaba Cortesi sobre la evolución de la Comedia del Arte, que durante la época napoleónica, al quedar prohibida por la nueva mentalidad revolucionaria, se encarnó en el teatro de títeres, dando lugar al nacimiento de nuevos personajes y héroes, más “ciudadanos” que “sirvientes”, por muy humildes que fueran. Para Cortesi, la prohibición de la Comedia del Arte por Napoleón (que sólo implicaba a las personas pero no a los títeres) explica que muchos actores decidieran hacerse titiriteros, para seguir interpretando así las mismas obras sin problemas con la censura.

Pensé al momento que quizás esto explicaría el gran tamaño de las cabezas de muchos de títeres del Novecientos en el norte de Italia: cuanto más parecidas fueran los títeres a los actores, con cabezas casi de tamaño real, mejor podrían interpretar sus roles. 

Arlequino de cabeza grande expuesto en Lisboa, en la exposición Rotas de Polichinelo. Colección Bigio Milesi.
Según Cortesi, los guaratelle (así se llaman a los títeres de la tradición napolitana) eran una forma no únicamente de Nápoles y del sur, sino de toda la Península Itálica. Eran muchas veces los mismos actores de la Comedia del Arte quienes, para atraer público a sus funciones, practicarían el arte más ligero, raudo y efectivo de los guaratelle, que se expresaban con la voz chillona de la lengüeta. Quizás también para atraer público a otras dedicaciones menos artísticas y más prosaicas: vendedores de ungüentos, pociones mágicas o milagrosas, otras atracciones de exhibicionismo extravagante, etc. Por cierto, que esto encaja con los purichinelas que en el siglo XVIII recorrían también la Península Ibérica, según nos ha ido contando Adolfo Ayuso en sus textos y artículos, muchas veces llevados a cabo por compañías italianas, o con  las representaciones de Pulcinella en la Plaza San Marcos de Venecia durante el siglo XVIII, que para Tiépolo eran una pura encarnación del mal gusto y de la decadencia de la República…

Guaratelle de Bruno Leone, exposición Rutas de Polichinela en el TOPIC de Tolosa.
El hecho de que los guaratelle hubieran quedado confinados al sur de Italia, mientras en el norte se imponían los títeres más grandes y habladores (personajes de sofisticadas comedias), se explicaría porque en el sur, dominado por los Borbones, no hubo prohibición alguna de la Comedia del Arte (siendo Nápoles la ciudad donde las máscaras de la Comedia se han venido representando hasta la Modernidad). Para Cortesi, esto explicaría estas transformaciones en la forma y el repertorio de los teatros de títeres del norte, y la aparición de los nuevos personajes. 

Polichinelle. Exposición Rutas de Polichinela en el TOPIC de Tolosa
También aquí ocurre el mismo fenómeno que se vivió en Francia, cuando Guiñol acabó sustituyendo a Polichinelle a lo largo del siglo XIX, relegados los viejos personajes como demasiado próximos al Antiguo Régimen. Insistía Cortesi en el apoyo que la Comedia del Arte recibió siempre de la nobleza: aunque los sirvientes o zanni (Arlequino, Pulcinella, Brighella…) se burlaban de los nobles, seguían siendo criados, sometidos al orden aristocrático.

Daniele Cortesi con su Balanzone.
En el XIX, todo eso cambia. La nueva clase burguesa necesita ridiculizar y desprestigiar a la vieja aristocracia, a la que pretende sustituir, y se proclama la libertad individual y los derechos ciudadanos. De ahí que surjan por toda Europa nuevos personajes, todos ellos sin máscara alguna y con unas prerrogativas hasta entonces impensables: dar cachiporrazos a los poderosos, y muy especialmente a los representantes del Antiguo Régimen. En toda Europa, curas, nobles, doctores, militares y guardas son víctimas de la cachiporra justiciera de los nuevos personajes, expresando con estos gestos la conquista de un nuevo status social. Un ejemplo es la obra “El Marqués de Pombal y los Jesuítas”, en Portugal, donde Don Roberto se dedica a aporrear a los jesuitas lanzándolos a todos al mar.

Daniele Cortesi con su Gioppino.
¿Qué pinta en todo este marco Gioppino? De alguna manera, encarna el orgullo bergamasco: un personaje fuerte, juicioso, provinciano, simple pero inteligente, satisfecho de sí mismo. Usa la cachiporra con arte y contundencia –nadie puede con su fuerza, ni siquiera el Diablo o la Muerte, sus alter egos habituales, pararrayos de sus iras, y cae simpático por sus equívocos y sus juegos de palabras. Exhibe sus tres bocios con orgullo, pues en ellos dice guardar sus reservas de energía, sabiduría y buen juicio. Sólo un defecto luce en su radiografía: su irrenunciable pereza. Odia trabajar y en cuanto puede, se echa a dormir y a roncar. 

Teresa Cortesi con uno de sus títeres históricos.
Curioso que ello ocurra en un contexto como el bargamasco, como fama de ser el pueblo más trabajador, fiel y resistente de toda Italia. Como nos contaban los hermanos Ravasio y Albert Bagno, los Camalli (los portadores y descargadores de los muelles tanto de Venecia como de Génova, nombre que concuerda con el catalán ‘camàlic’, con el mismo significado), eran todos de Bérgamo. Constituían de hecho una comunidad muy organizada cuyas cooperativas han llegado hasta nuestros días, claro que desprovistas de la enorme importancia que tuvieron durante siglos. No cabe duda que Gioppino encarna, en este sentido, la ‘sombra’ o lado oscuro del bergamasco prototipo, sombra que sin embargo es aceptada como algo propio y entrañable, muy querido por el pueblo. Una sana dualidad que explica la autosuficiencia de los habitantes de esta región, que no necesitan espectadores ni reconocimientos externos, pues ellos se bastan al aceptar complejidades interiores contradictorias, que otro pueblos necesitan proyectar al exterior, complicándose de este modo la vida por regla general. 

Plato de polenta con cuchillo de madera. Atrezzo de la colección Cristini. 
Termino aquí el relato de este segundo día en Bérgamo. Extenderse demasiado podría llegar a ser pesado. Quedan las imágenes que he ido intercalando entre los párrafos del texto, que ayudarán al lector a situarse.

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