miércoles, 26 de enero de 2011

Doblares de campanas en Barcelona: Jardín Umbrío, Arbequina y Don Juan

Aprovecho que las Rutas de Polichinela me apean en Barcelona para acudir a dos citas titiriteras: la del trío Pep Gómez, Andrea Lorenzetti y Pep Pasqual en “Jardín Umbrío” y la de Dora Cantero con “Arbequina”. Aun siendo propuestas muy distintas entre si, coinciden ambas en ser historias de muertos. También en el interés y la calidad de las mismas, lo que viene a corroborar esta impresión comentada con anterioridad, de que Barcelona empieza a destacar como una muy activa capital titiritera: estrenos regulares, espacios dónde se representan títeres, nuevo festival en ciernes en el Pueblo Español… Todo apunta a un renacer que no es de hoy sino que procede del trabajo de jóvenes compañías muy creativas y cada vez más profesionales. No hace mucho asistí también en la Sala Beckett a una representación de "Don Juan, Memoria Amarga" de Miquel Gallardo, que me impresionó por la calidad del espectáculo, y del que hablaré tras comentar los dos primeros.

Jadín Umbrío

Se presentó en el Horiginal –un espacio realmente insólito y activísimo de Barcelona, restaurante y al fondo una sala para presentaciones, jam-sessions, poesia y encuentros filosóficos, que llevan el escultor Ferran García y el poeta Josep Pedrals– el estreno de la nueva obra de Pep Gómez y Andrea Lorenzetti, que llevaba ya un tiempo cocinándose y del que a veces se había presentado algún fragmento suelto. Por fin la obra estaba terminada, y los afortunados que acudimos a la cita tuvimos el privilegio de asistir a una memorable representación, de corte familiar e intimista, en la que las contundentes palabras de Valle-Inclán y de Álvaro Cunqueiro resonaron con fuerza junto a los sonidos de Pep Pasqual, este músico inclasificable y genial, que tanto puede despuntar en un concierto de jazz como saxofonista solista, como en un espectáculo teatral ejerciendo de “pintor sonorista” del mismo.

Inició la sesión el gallego Francisco Borxa –que suele actuar con Lorenzetti en “Os títeres da Via Láctea”– con una queimada acompañada de invocación que pretendía iniciar al público en los mundos ocultos y tenebrosos de la obra que se iba a presentar. Sus palabras retumbaron con fuerza en el espacio del Horiginal y todos quedamos impresionados y satánicamente bendecidos para entrar en los umbrales del más allá.

Luego, con las pinceladas sonoras de Pep Pasqual, que ejercía de músico invisible y discreto junto a los titiriteros, se inició el doblar de campanas de esta obra fúnebre que recoge cuatro de los cuentos con los que Valle-Inclán quiso retratar los ambientes lúgubres de su Galicia natal.

Creo que el gran acierto de la obra radica en la feliz combinación que se ha hecho de los textos de Valle-Inclán y del mundo de ultratumba de Cunqueiro a través de sus Crónicas do Sochantre (1956). La carroza de muertos que lleva a dos cadáveres, uno de ellos con el puñal todavía clavado en la garganta, carroza vista primero en un plano general, y luego en un primer plano interior, por el que vemos a los dos muertos dialogar en gallego mientras se dirigen al cementerio, es un gran hallazgo dramatúrgico de la obra. Su trote macabro y sosegado, cuya cadencia sostiene las conversaciones de los difuntos, hila las cuatro escenas de Valle-Inclán y consigue un distanciamiento irónico y fúnebre, a veces hilarante, como cuando otro muerto al que han incinerado habla sacando chorros de su propia ceniza de la urna.

Historias de curas montaraces y asesinos dubitativos, de brujas poseídas por el demonio y esposas de maridos encarcelados, de máscaras grotescas y fiambres coronados reyes del Carnaval, de bandidos siniestros cuyo capitán se enamora de la mano que acaba de cortar cuando asomaba tras una reja… Un repertorio valle-inclanesco de personajes sombríos y situaciones grotescas que encuentra en las marionetas a sus mejores actores. Las voces de los dos titiriteros acompañan con adecuado tono la obra: la fúnebre y solemne voz de Pep Gómez, y la más juguetona de Andrea Lorenzetti, ambos de dicción atropellada, como corresponde a unos personajes que no hablan en los escenarios de la Academia sino desde las profundidades de la Ultratumba.

La obra está provista de una iluminación tenue y sutil, con una puesta en escena sencilla de corte artesano, es decir, en la que todo está a la vista y en la que caben los errores y los retrasos, pues es voluntad de los titiriteros que así sea, buscando un tono de intimidad mortuoria, la que existe cuando se han abandonado las banalidades del oropel y de la apariencia, y sólo queda lo esencial. La desnudez estilística casa bien con el espresionismo esperpéntico de Valle y con los habitantes del más allá. También la música crea tiempos sutiles, sin grandes pronunciamientos, con pinceladas que sin embargo van marcando los ritmos interiores de la acción, los pesares y las nostalgias de los protagonistas, la mayoría muertos o a punto de estarlo.

Una nueva obra del tándem Gómez-Lorenzetti, que parecen muy compenetrados en su labor, gracias seguramente a un aplomo compartido, el que trae los años en el caso de Pep, y el de quién busca con la tozudez del aprendiz en el caso de Andrea. La vetusta sabiduría de la madurez junto al osado denuedo de la juventud. Unidos también por la voluntad de crear mundos oscuros y fantasmales, reflejos de un tiempo, el actual, que dejó de brillar con el fulgor del oro.

Jardín Umbrío, con una buena continuidad de representaciones que asientan la obra y la aplomen respecto al ritmo, la dicción y otros detalles, puede convertirse en una obra de culto para paladares inquietos.

Arbequina

Dora Cantero es una joven y talentosa titiritera de Murcia que ha decidido instalarse en Barcelona para profundizar en sus indagaciones marionetísticas. La vi en la obra “Guyi, Guyi…”, de Periferia Teatro, un espectáculo logradísimo que no cesa de recoger éxitos, y leí el blog de sus viajes por Japón, dónde acudió para estudiar las tradiciones titiriteras del País del Sol Naciente, que son muchas como todo el mundo sabe.

Presentó en la Casa-Taller de Pepe Otal –cada día más activo y con un público fiel que suele llenar todas sus sesiones, como ocurrió el otro día– su último espectáculo, Arbequina, de creación propia en todos sus componentes, pues está basado en una búsqueda personal de la autora sobre sus antepasados. Importante destacar la presencia de Mina Ledergerber en calidad de música acompañante muy presente en la escena, con su acordeón, clarinete y otros artilugios sonoros. El resultado es una obra entrañable, intimista y poética representada básicamente con objetos y con la misma Dora Cantero como personaje que cuenta la historia de su familia.

El tono, íntimo y personal, sirve de anzuelo para conquistar al público ya desde el inicio, con una entrada muy lograda de aparente espontaneidad, que establece las reglas de juego y una de las temáticas principales de la obra: los miedos y el cómo vencerlos. ¿Cómo?, contándolos. Y eso es lo que hace la actriz de Arbequina, contar sus miedos. Para entenderlos, debe remontarse a sus muertos, un viaje en el tiempo subiendo, o tal vez bajando, por las ramas genealógicas de la familia. La invocación a los ausentes es poética y se consigue a través de los objetos. Recuerdos y objetos que Dora saca de los baúles y los desvanes de su pasado familiar y que “hablan” al tomar vida en las manos de la titiritera. Se convierten en personajes al dejarse poseer por el espíritu de los ancestros invocados. Espeluzna el rostro de la tatarabuela, que parece un cosido de ectoplasma con botones y filamentos rojos, sacado de algún baúl de arcaica brujería. La gravedad de los espíritus y de sus presencias inquietantes se equilibra con la propia interpretación de la actriz, agarrada a la familiaridad con la que se dirige al público, una naturalidad con trampa, pues en realidad es el artificio para dramatizar desde una perspectiva de corte sentimental. Y es en este doble dramatismo, el surgido de la invocación a los muertos, y el creado por el doble diálogo de la actriz con sus muñecos y con el público, dónde a mi parecer reside el secreto del espectáculo y la razón de que acabe embelesando a los espectadores.

El acompañamiento sonoro de Mina, por otra parte, da profundidad y un feliz contrapunto al espectáculo, gracias al tono fesco, desacomplejado, íntimo y a la vez distante, de la genial música suiza, que rompe y contrapesa el lado más sentimental del mundo de los recuerdos. Su voz desgarrada parece surgir de un cabaret alemán de los años veinte y su estilo desenfadado funciona a modo de vacuna y de magnífico apoyo teatral.

Una obra, en definitiva, compleja y profunda que consigue aparentar sencillez e intimidad familiar, y que cala hondo en la imaginación del público. Viendo el espectáculo, pensé en las últimas obras de Mariona Masgrau, que solía recurrir a estos registros ambiguos y personales, de mucho riesgo y valentía. Algo que la de Murcia posee con creces y que augura futuros brillantes.

Don Juan

Fue un placer ir a la Beckett y constatar como la antigua Sala Altermativa, hoy reinventada en Sala dedicada a la nueva dramaturgia, con su Obrador (taller laboratorio) al lado, opta de vez en cuando por programar espectáculos de marionetas. Conozco a su director, Toni Casares, y sé que siempre ha gustado de este género para él extraño, sobretodo cuando se atreve a jugar con texto y propuestas dramatúrgicas arriesgadas.

Miquel Gallardo, que ya sobresalió con su anterior trabajo “L’Avar”, una obra que se sigue representando con éxito por el mundo, ha decidido en esta ocasión lanzarse al ruedo de los solistas, en una obra que requiere un alto voltaje de virtuosismo. Tomó la alternativa y a fe mía que salió airoso de la faena, llevado en ombros por la plaza y con las dos orejas y el rabo.

Su trabajo es impecable, y la versión que han hecho él y Paco Bernal, logradísima. Enfrentarse a Don Juan no es nada fácil, un personaje que de tanto ser tratado, estudiado, interpretado, defendido y vilipendiado, presenta una complejidad de aristas y de enfoques de difícil abordaje. Creo que el texto ha logrado acercarse muy bien a la psicología donjuanesca, sobretodo al recurrir a la vejez del personaje. El triángulo entre los dos monjes, el joven y el viejo, con Don Juan, sirve además para crear una muy buena trama de intriga y drama, el hilo que engarza los diferentes momentos de la obra.

Pero la gracia del espectáculo que dirige María Castillo es, sin duda, que sólo haya un único manipulador, él mismo en el papel de monje joven y a su vez manipulador de las figuras de Don Juan y del otro monje. Aquí reluce el virtuosismo de Gallardo, en el juego escénico y en las voces, parangonable al de maestros como Neville Tranter, sin duda el referente obligatorio. La obra se desarrolla con ascética fluidez, bien dirigida por el disciplinado trabajo del monje joven, a ritmo del doblar de campanas y de las horas del convento. El juego de voces es magnífico, así como las soluciones escénicas, sencillas pero que llenan todo el espacio de la Beckett. Esa transición entre lo exterior y lo subjetivo que permite el teatro de marionetas está aquí perfectamente logrado, con momentos de gran intensidad lírica y emotiva.

La versión ha recurrido a varios autores: Zorrilla, por supuesto, y también a Tirso, Molière y Palau i Fabre. Sin estar, había algo del Estudiante de Salamanca, de Espronceda, especialmente en el final, una obra que trata el tema donjuanesco bajo la figura de Don Félix de Montemar. Pero si en la versión de Gallardo y Bernal la Muerte llega en dulce y liberador abrazo, tan anhelado por el Burlador, a través del inspirado texto de Palau i Fabra, en el Estudiante de Salamanca, la conquista del abrazo final es sorpresa amarga para Don Félix. Cito, a modo de homenaje al personaje y a la obra que tanto me gustó, estos versos finales de Espronceda que dramatizan en negro lo que será su último y eterno concubinato:

Y a su despecho y maldiciendo al cielo,
de ella apartó su mano Montemar,

y temerario alzándola a su velo,
tirando de él la descubrió la faz.
¡Es su esposo!, los ecos retumbaron,
¡La esposa al fin que su consorte halló!
Los espectros con júbilo gritaron:
¡Es el esposo de su eterno amor!
Y ella entonces gritó: ¡Mi esposo! ¡Y era
-¡desengaño fatal! ¡triste verdad!-
una sórdida, horrible calavera,
la blanca dama del gallardo andar!...

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