sábado, 3 de diciembre de 2011

Últimos días en Bucarest


Edificio de Bucarest
Tras los intensos días de trabajo con la representación, llegó la hora de conocer algo sobre la ciudad de Bucarest, que desconocía por completo. Una ciudad que me ha parecido enormemente seductora, en parte debido a una cierta imagen destartalada de la misma, algo que siempre agradezco en las ciudades europeas, y sobretodo por el cruce de estilos que puede observarse en sus calles y edificios. No podemos ignorar que la historia de Rumanía está marcada por la extraordinaria acumulación de pueblos distintos que la han cruzado, conquistado, estrujado, sojuzgado y finalmente adaptado a ella.

Considerada ya en edad muy temprana como una zona de gran desarrollo del primer bronce, fue un territorio enormemente codiciado por los imperios antiguos, a causa sobretodo de sus riquísimas minas de oro. Una tierra, sin embargo, que sabía defenderse muy bien, de ahí los esfuerzos que tuvieron que hacer los romanos para conquistarla. Una vez lo consiguieron –César murió antes de conseguirlo y sólo Trajano lo consiguió a finales del s.I d.C.–, el Imperio se financió en sus años más gloriosos gracias a las enormes cantidades de oro provenientes de Dacia. Se calcula que los romanos extrajeron en 170 años de explotar la región unos 5.500 kg de oro y unos 1.000 kg de plata por año. El enorme botín de guerra tras la conquista de Trajano en el año 100 (1.650.000 kg de oro y 10 millones de kg de plata) permitió que en todo el Imperio se suprimieran aquel año los impuestos (información extraída del libro “La Roumanie”, de Mihaï E. Serban, ed. Karthala, Paris, 1994).

Edificio de la Escuela de Arquitectura
El interés imperial por la región se manifestó en una profunda romanización de la misma, lo que explica que ya en época bizantina y entrados en la Edad Media, la lengua latina se mantuviera como base parlante de sus habitantes, una isla lingüística que supo preservarse a pesar de la presión política, guerrera y demográfica que sufrió sin interrupción alguna. Situada en una zona de encuentro de los distintos imperios que se crearon y descrearon a través de los siglos, la identidad rumana, marcada por la lengua y por la religión (que no era la católica propia de los latinos, sino la ortodoxa de los que hablaban otras lenguas básicamente eslavas) supo mantenerse invicta aunque casi siempre bajo el yugo de los imperios dominantes.

Tres zonas parecen ser las definitorias de este país complejo y repleto de minorías que conviven entre si: Balakia en el sur, Moldavia en el noreste y Transilvania en el corazón del país, un remanso de paz geológica en medio de los poderosos Cárpatos que la rodean por todas partes. Una zona disputada históricamente por húngaros, alemanes, polacos y austríacos, a causa de sus riquezas.

Bucarest es una ciudad que muestra esta suma de influencias y de contrastes. La claridad mediterránea de influencia griega, turca y lejanamente romana, aparece empañada por los alientos fríos que llegan del norte húngaro, alemán, ruso y ucraniano. El otro aliento que la cruza es el “balcánico”, extraña palabra que los mismos pueblos balcánicos rechazan por lo general y que sin embargo sirve para expresar esta mezcla contradictoria y compleja de los que habitan en los actuales países de Albania, Croacia, Eslovenia, Serbia, Bosnia y Grecia, más las partes búlgaras y húngaras que le corresponden.

El Parlamento, colosal palacio fruto del
delirio de Ceaucescu
Ciudad de mezclas y de sincretismo, en sus momentos gloriosos e ilustrados, que fueron sobretodo los años entre las dos guerras mundiales, miró siempre a Europa y sobretodo a París, arquetipo de ciudad libre, soberana y culta para los rumanos. En la época comunista no tuvieron más remedio que mirar hacia Moscú, lo que se nota en las huellas arquitectónicas dejadas, con sus conocidos rasgos de fea factura sovietizante. Hoy, que han entrado en la Unión Europea, creo que todavía no saben muy bien hacia dónde mirar y reflejarse, si París, Londres, Nueva York o Berlín. Poco importa, desde luego, dada la uniformidad hoy existente en el mundo. Asismismo, la extraña situación actual de Europa, inmersa en la incertidumbre, no ayuda a situar estos modelos.

¿País pobre? Sin duda, pero con una de las reservas de oro más importantes del mundo, gracias a las mismas minas que los romanos y luego los turcos y los austrohúngaros no pudieron esquilmar, dada la riqueza de las mismas. Situadas en Alburnus Maior (nombre romano de las minas), en la zona de Rosia Montana, en los Cárpatos transilvanos del oeste, son hoy disputa callada de las potencias que quieren poner mano a estas reservas fabulosas. Concretamente, la multinacional canadiense Gabriel Resources Ltd está empeñada en conseguir la explotación de la mina, con gran peligro ecológico de la zona. Las protestas contra el proyecto son constantes. Sin duda de la capacidad que tengan los rumanos y sus políticos de defenderse de este acoso y de mantener el control de las minas y de su extracción, dependerá el futuro y el bienestar de sus pobladores.

Encuentros gratificantes

En el último día en Bucarest, tuve dos sorpresas a modo de encuentros que culminaron mi estancia en Rumanía de un modo muy agradable.

Marek Waszkiel, Calin Mocanu y Toni Rumbau
El primero fue encontrarme de nuevo con Marek Waszkiel, director del Bialystok Puppet Theatre de Polonia, figura eminente dentro de Unima y un reconocido estudioso de los títeres, viejo amigo mío al que no veía desde hacía muchísimos años. Vino invitado por el Festival para dar una ponencia sobre el tema del Teatro Europeo de Animación para Adultos, con proyección de imágenes y centrándose en creadores como Duda Paiva, Frank Soehnle, Michael Vogel, Fabrizio Montecchi, entre otros. Por desgracia no pude asistir a la misma –mi avión partía por la mañana del mismo día– pero me permitió restablecer un contacto que se había perdido en el trajín de los años.

El segundo fue conocer y charlar largamente con el cantante y director de teatro de títeres Traian Savinescu, de la ciudad de Cluj-Napoca, en el corazón mismo de Transilvania. Vi una obra dirigida por él durante el Festival titulada “La Historia del Cerdo” inspirada en un cuento tradicional rumano, una producción del Teatro Tandarica, que me impactó por el ritmo, las danzas y la música utilizada en la misma. Con una brillante interpretación de todo un elenco de siete actores, el espectáculo mostraba la extraordinaria vitalidad de la cultura popular rumana. Las impactantes máscaras de diablos bailando el delirante ritmo de los violines de la región de Maramures (al norte de Transilvania) fue uno de los momentos más impactantes del espectáculo.

Hablando con Traian Savinescu, quién curiosamente ha sido cantante profesional de coro sinfónico, comprendí muchas cosas sobre el país y sobre la región de Transilvania. Datos que, junto a los conocidos a través de Gavril Cadariu, de la ciudad de Târgu-Mureş/Marosvásárhely, de Raluca Tulbure, del mismo Daniel Stanciu y del director del Teatro Tandarica, Calin Mocanu, me han ayudado enormemente a situarme respecto a este gran y deconocido país que es Rumanía.

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